30 Ene ESCRITURA
No voy a tener un perro. No puedo cuidar de mí. Esta mañana he sentido que se me derramaba la vida cuando el café acariciaba la alfombra.
Esa alfombra que mi madre me compró con tanto sacrificio y que ahora quedará marcada para siempre.
Como yo.
He agarrado el corazón y la bolsa y he salido al trabajo sin medir los pasos y la escalera me vino grande.
Llevo meses, años, robándole tiempo a mi tiempo y el reloj se ha quedado completamente desértico. Vacío.
He acabado contando los segundos que separaban las gotas del gotero y me ha parecido una eternidad.
Una completa desconocida de blanco riguroso ha recogido con ternura los trozos de mi brazo y mi pierna izquierda al final de la escalera. Borroso todo.
He sentido que nada me calmaba en los últimos años y esa mano en mi frente ha hecho que pare todo por un instante.
No he oído el ensordecedor ruido de la lucecita que guiaba a la prisa porque llevo milenios en este mundo sin detenerme a escuchar.
Los cables a mi alrededor me han hecho sentirme una araña atrapada en su propia tela.
Me ha producido mucha tristeza no saber si la taza que estaba eligiendo esta mañana era la que me regalaste o la que robé en el chino.
Y es que no me puedo balancear sobre una percha.
Soy incapaz de colocarme en la caja correcta de zapatos.
Los patines han dejado de girar.
Es imprudente pedir que me sostengan cuando no tengo ni la más remota idea de si hay algo que sostener.
Por esto mismo, te digo que no voy a…
No puedo.
No puedo tener un perro.
📸 Parásitos.
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Hoy en la cola de la panadería el señor con sombrero que estaba justo delante de mí ha pedido una pistola.
La dependienta del delantal triste se la ha dado envuelta en papel kraft sin ningún tipo de problema.
Nadie se ha inmutado por la extraña petición del señor con sombrero. Cada uno estaba a lo suyo.
La señora de mi izquierda, con un perrito más feo de lo que suelen ser los cachorros, ni se ha movido.
El joven con un teléfono que terminará de pagar en siete años tampoco lo ha hecho.
El señor con sombrero ha pagado la pistola a un precio ridículo para tal artefacto. Ha sacado las moneditas que sobran al fondo de una cartera y las ha desparramado por el mostrador.
He alargado el cuello por encima de mis posibilidades para mirar la vitrina y he visto todo tipo de productos: carabinas rellenas, escopetas de cañón corto de chocolate y/o cabello de ángel, ametralladoras de hojaldre, fusiles de francotirador trufados y un cartel que indicaba “Armas de defensa personal por encargo.”
El señor con sombrero ha dicho que hoy venía su familia a comer a casa y había que estar preparado. Después ha salido del establecimiento dando saltitos de alegría.
Era mi turno.
La chica del delantal triste me ha preguntado que qué quería y no he sabido responder.
Unos segundos de tensión.
Ahora sí.
Ahora sí que la señora del perrito feo y el joven del teléfono me han mirado.
He sentido los ocho ojos alrededor de mi cabeza (incluyendo los del perrito) como si la pistola del señor del sombrero me apuntara.
La gente no es capaz de sostener un silencio. Una pausita.
Buscando saliva y palabras he pedido una granada de mano. La chica me ha ofrecido la oferta de 3×2 en granadas bañadas de azúcar glas. No he podido evitar decir que sí pese a que sólo necesitaba una.
De nuevo he caído en las garras del capitalismo y me ha puesto una bolsita de papel kraft que hace que todo sea más confortable.
He pagado el pan con tarjeta (soy de esos), he sonreído extrañamente y he salido de la panadería como otro día cualquiera.
He llegado a casa y he explotado tres veces por cosas insignificantes que ahora no vienen al caso.
📸 Mujeres al borde de un ataque de nervios.
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